lunes, 17 de febrero de 2014

"Tregua" 171 de 365: un trabajador relegado

Deseaba que, por una vez, su esfuerzo no fuese únicamente reclamado para a escribir densas líneas, notas, proyectos y cartas de relevancia profesional, sin ningún tipo de trasfondo personal o sentimental tras ello. Su gran aspiración era conseguir que su jefe, y durante muchos años ya expirados, gran confidente, requiriese de nuevo de sus capacidades para redactar algo que no fuera un mero informe, sino unas líneas que le llenaran, que vertiesen un fragmento, por pequeño que fuera, de emoción surgida espontáneamente. El problema era ella, una persona que había irrumpido en la vida de su dirigente, y había dado muestras de su eficiencia para transcribir cuanto éste dispusiese conveniente, incluidos aquellos textos puramente literarios.

La nueva trabajadora se fue haciendo un hueco cada vez más grande a la hora de plasmar la prosa o versos que desde la dirección se le encomendaban, y la rapidez y eficacia con la que realizaba los encargos hizo que el operario ya no contase con la aprobación de su superior para escribir nada que se saliese del ámbito empresarial. Por alguna extraña razón, que él achacaba a ciertas condiciones o situaciones derivadas del nuevo contrato de colaboración firmado con otra empresa, la compañera usurpadora ya no se dedicaba a los quehaceres meramente legales, sino a la vertiente poético-literaria del dirigente. 

Poco a poco, se desvanecía la ilusión, la esperanza inicial de que fuere otra vez solicitado para reproducir las inquietudes y cavilaciones íntimas de su superior, pues éste, entusiasmado con su diligente colaboradora, ya no se acordaba de aquél para fijar cuanto las musas le revelaran. Se ahogaba en un tanque de monotonía y desidia, y a aquellas alturas no se sentía más que un títere, un objeto laboral desprovisto de toda clase de expectativa que rebasara de unos cálculos y expedientes apilados. Sus celos no hacían más que aumentar, hasta un punto totalmente desmedido, en el cual la locura devoró al raciocinio en un cruento bocado. 

A partir de entonces, su rabia y resentimiento insoportable le hicieron tomar una terrible decisión, que consistía en terminar con la vida de aquél que le había colocado en un segundo lugar, y tras ello, olvidado. Pero para ello, se haría valer de una cooperadora, cuya actuación sería necesaria para conseguir borrar de la faz de la tierra al desdichado jefe del negocio. No les importaban las consecuencias de aquello, pues la situación personal de aquella también alcanzaba un grado de fatalidad similar al del futuro autor del crimen, dado que era una compañera sentimental que se había visto privada de pasar tiempo junto a su novio al volcarse éste en los quehaceres literarios en los que la ayudaba su eficaz trabajadora.

Llego el día en que se consumó el homicidio, y el director de la empresa cayó sobre el suelo, muerto, al sufrir una brutal perforación en su corazón. La colaboradora huyó lejos, presa del pánico y, ¡quién sabe!, quizás también del remordimiento, y no se volvió a saber de ella, mas el autor de la fechoría se quedó allí, junto a aquel al que había pasado a odiar en aquellos últimos meses por su ingrato abandono. Su sangre azulada se pigmentó en un tono  añil, casi purpúreo, al diluirse con la de la infausta víctima, y es que mucho me temo que quién se ve ultrajado a cuestiones laborales, siendo destituido de sus labores creativas, sufrirá un imparable declive hacia la locura. Y en este caso, éste culminó con la muerte del propio homicida, incrustado en el ya apagado corazón de su víctima. A veces, hasta el arma es el propio criminal, e incluso el bolígrafo se vuelve contra el propietario que relega sus versos a una máquina de escribir.

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