Dudo seriamente que todos
ustedes tengan una mínima idea sobre lo que es, lo que conlleva la soledad. Ni siquiera yo, habiendo
transitado por sus angostas y terribles sendas, podría siquiera ilustrarles,
acercarles al horror más profundo y ancestral que surge enclavado en el
subconsciente de todo ser vivo, al hallarse solo ante el tormentoso devenir de
los segundos, minutos, días, meses, años. Solo. Ni siquiera ahora, postrado ante las sombras de los males más insospechados que puedan afligir al ser
humano.
La soledad me exasperó hasta
límites inimaginables durante toda mi vida; ni familia, ni amigos, ni ningún
ser cercano pude tener todos estos años. Pero de todos los tormentos que sufrí,
ninguno es comparable a aquel pavoroso desasosiego que me causaba el silencio.
Mi inseparable compañero me consumía lentamente, marchitando mi conciencia,
desconcertando mi razón. Ningún hombre puede haberse acercado lo más mínimo a
la desesperación, si esta no viene de la mano del silencio.
Él me susurró terribles
historias, me hizo perderme en los caminos inabarcables de las contradicciones
de nuestra inmunda condición; y mecido por su vaivén, recorrí las inquietantes
oscilaciones de los delirios. Pues nada, nada era peor que aquellas palabras,
que tantas veces, como un soplo de viento, dejaba posarse sobre mis oídos,
induciéndome al más horrible estado de exasperación que puede soportar la
conciencia humana “Tu cripta está construida con las frías losas de tu
desdicha, que oprimirán tu pecho mientras el ocaso de tu existir proyecta sus
últimos destellos.”
Yo traté de huir de aquella
enloquecedora presencia que nublaba mi alma, y en mi huida, los intentos de
librarme de manera drástica de mi terrible perseguidor fueron en vano; hasta
que la conocí. Tan dulce, delicada, con una belleza incomparable, me provocaba
tal estado de éxtasis y encandilamiento que me hacía perder mis preciadas
palabras cuando trataba de describirla, olvidando a mi terrible y celosa amiga,
la soledad. Caí locamente enamorado de aquella dulce mujer, y fui felizmente
correspondido, pues solo ella pudo extinguir mi soledad con la alegría, encanto
y felicidad que irradiaba.
Pero no hay mayor felicidad
que la que me dio cuando compartía conmigo las suaves melodías de su viejo
violín. Cada vez que hacía sonar su instrumento, el silencio huía, se escondía
tras las montañas, y pude comprobar con gran júbilo que pude haberlo
desterrado. ¡Había derrotado a mi feroz enemigo, la lacra de mi alma, mi
condena en vida, se había esfumado!
Mi felicidad no podía ser
mayor, pues mi preciada amada me había librado de todos mis angustiosos
fantasmas. Había hecho que huyeran, atemorizados, ante toda la luz y paz que
ella me brindaba, y día tras día, me
deleitaba con sus incomparables interpretaciones a manos de su vetusto violín.
Bienaventurado, mis
preocupaciones se esfumaron. Mi gozosa vida proseguía, y lentamente, las cosas
comenzaron a cambiar. Ya no buscaba amor y paz, si no que mi encandilamiento
por la música que me dedicaba se convirtió en una obsesión, para terminar
pasando a necesidad. Poco tiempo había pasado, y yo, ¡pobre ingenuo!, no pude
advertir a tiempo que en mi interior había vuelto a anidar la semilla de la
desesperanza. Sí, necesitaba escuchar el lento resonar producido por la
fricción del arco sobre las cuerdas, para acallar todo aquello que no quería
oír.
No la dejaba apenas descansar,
y el uso de su instrumento quedó al margen de toda iniciativa propia; todo el
tiempo la forzaba a tocar mis amadas piezas. Necesitaba más, no era suficiente
toda la música que me brindaba ¿No lo comprendía? ¿No era capaz de entender su
arte era imprescindible? Estaba seguro de que me amaba, y que dedicaría todos
sus esfuerzos a complacerme y evitar mis tormentos, por lo que no cesé en mi
empeño y mis exigencias aumentaron.
Casi a todas horas le rogaba
que me entregara su música, y ella, egoísta, caprichosa, ¡Desleal, insidiosa!,
se negaba a entregarme todo lo que yo requería, el néctar de su música, aquello
que me daba la vida. ¡Ella, a la que tanto había amado, se negaba a darme la
felicidad! ¡Ya no era la radiante persona que me entregaba paz y felicidad,
sino la ejecutora de mi desventura, que se complacía de mi incomparable
infortunio!
¡Más ya no, ya no permitiré su
atroz mofa ante mi espantosa situación! ¡Pondré fin a tal dantesca obra,
enviando a los infiernos a los que pertenece tal monstruo al que un día
entregué mi alma, y que hoy mismo me la devolverá!
Y aquella misma noche, cuando
ella se disponía a dormir, descendí a la sala baja de la casa, donde se
encontraba el violín, aquel cuyos frutos vitales para mi alma me habían sido
negados. Ya allí, apresuradamente, inicié un fuego que rápidamente comenzó a
engullir las estancias de la vivienda. Oía los gritos de ella, desde arriba,
rogándome auxilio, ¡Qué dulce recompensa oír sus lamentos tras los
incompensables agravios sufridos!
Salí de la casa, para
contemplar el magnífico espectáculo del que yo mismo había sido autor. Pronto
vendrían a por mí ¡Qué importaba, me había vengado con aquella singular
afrenta! Mas súbitamente, me atacaron fuertes sentimientos de arrepentimiento,
desdicha, pena, amargura, temor… Pero ahora, que tras huir de las autoridades,
me encuentro solo ante mi conciencia, y ahora, ahora es solo un único y
horrible sentimiento el que me desola.
Ha vuelto otra vez, y me
aprisiona para no dejarme escapar; pero no es de ella de quien deseo escapar.
Pues nada, nada era peor que aquellas palabras, que tantas veces, como un soplo
de viento, dejaba posarse sobre mis oídos, induciéndome al más horrible estado
de exasperación que puede soportar la conciencia humana “Tu cripta está
construida con las frías losas de tu desdicha, que oprimirán tu pecho mientras
el ocaso de tu existir proyecta sus últimos destellos.”