sábado, 1 de diciembre de 2012

Ineludible confusión

En ocasiones, desearíamos no desear. Sería mucho más fácil quedarse al borde del abismo, absortos ante la inmensidad que se extiende ante nosotros, que recorrer el tortuoso sendero que discurre por el mismo linde que nos separa de la más absoluta oscuridad. Indudablemente, resultaría más sencillo avanzar por la senda en la que transita nuestra ingenua comitiva, abrazándonos a la efímera calidez que nos brinda el beneplácito de la multitud, en lugar de huir a aquellos lúgubres bosques que se extienden en los confines de nuestras temeridades, y perdernos entre sus árboles, que nos susurrarán las desdichadas historias de aquellos se aplacaron bajo sus hojas y durmieron sobre sus raíces.
                                                       
Razonablemente, sería más asequible cerrar y sellar, para no volver a ser atravesadas, aquellas puertas entreabiertas, en las que un hilo de luz reaviva la llama de un fuego ya extinguido hace tiempo en los suburbios de nuestro inconsciente. Hubiésemos ansiado descolgar aquellos retratos, donde los inmortalizados rostros de aquellos a quienes hemos decepcionado nos atormentan con sus férreas miradas, que se clavan en todas y cada una de las erráticas actitudes que nos han desposeído.

Ambicionaríamos poder vagar por aquellas calles, sin encontrarnos en cada esquina con aquellos ojos que nos desdeñaron; ser capaces de alcanzar la cima de una montaña, y que las nubes no nos recordasen cuántas preguntas enterraremos, y cuántas respuestas escaparan y se perderán en la nebulosa de nuestras erráticas cavilaciones. Hubiésemos codiciado sentarnos a la orilla del mar, aferrar un puñado de arena entre nuestros dedos, y poder complacernos en evitar que un mismísimo grano se escapara de nuestra palma, mientras, a lo lejos, nuestro incansable observador sonreía a la vez que se fundía con el horizonte, sumergiéndose en el las profundidades del olvido.

Entre tanto, momentos hay en los que se encienden brevemente las antorchas en nuestro desorientado tránsito por éste desfiladero de formas indeterminadas, y juntos, nos rendimos fascinados ante el desvanecimiento de las quimeras, que antes de que todos yaciéramos bajo las estrellas, ahuyentaron a nuestros más terribles demonios. A su vez, la bruma que nos envuelve en nuestro descenso a los recónditos parajes de las pasiones humanas, donde se hallan los impenetrables abismos de nuestra vehemencia, nos envolverá y embelesará antes de que insolubles incógnitas sentencien nuestra tenacidad al más irreparable desconsuelo.

Nos deleitamos en acariciar las suaves melodías que en la espesura se confunden con los dulces susurros que nos dedica el viento, mientras éste, sagaz, recorre los términos de nuestra consciencia. Abrimos las puertas de lo desconocido, y nos contentamos con la marcha de ilusiones que desfila ante nuestros ojos, y distrae nuestra travesía, mientras desdibujamos los trazos que en algún tiempo delimitaron la frontera con lo indeseable. Nos extasía el humo en el que se confunden los delirios; en el que liberamos todo lo que nos apresó algún día.

Embelesados ante los contornos de lo inalcanzable, caemos seducidos por el intangible influjo de los ensueños que nosotros mismos concebimos. Calculamos y delimitamos nuestra diligencia mientras cincelamos nuestras pisadas, esperando  condescendencia hacia nuestra ineludible confusión. Nos sumergimos en el vasto océano cuyas olas mecen nuestro destino, y surcamos los cielos que se extienden sobre nuestro ingenio, reanimando el fuego que mantiene despierta nuestra crepitante e impetuosa esencia. Pero desde luego, en ocasiones, desearíamos no desear.


viernes, 9 de noviembre de 2012

Desoye mis palabras

Ante todo, desoye mis palabras. Y mientras tanto, no lo olvides; ponte en pie y observa como todo se derrumba ante ti. Cómo todas y cada una de las cosas que creíste primordiales no son más que un efímero devenir de circunstancias y hechos irrelevantes. Cómo cada una de las sonrisas que regalaste fueron olvidadas, ocultadas bajo el velo de la indiferencia. Cómo todos tus pensamientos fueron castigados con el más terrible ostracismo. Recapacita sobre la estúpida inducción de condescendencia a la que te has sometido, sobre cómo has complacido a todos los que acudieron a ese burdo baile de máscaras.

¿Es bajo el precio que has tenido que pagar? ¿Qué habilidoso sastre ha confeccionado tan elaborado disfraz, que hizo olvidar quién lo llevaba? ¿Tienes todavía valor para recorrer las tortuosas calles de tan olvidada ciudad? ¿Reúnes fuerzas para descubrir algo más que ocultar? ¿Necesitas otra pregunta más para volver a verter una lágrima, que rápidamente disimularás? ¿Acaso tienes claro ya lo que necesitas? ¿Y lo que no necesitas? ¿Deseas volver abrazar al silencio?

Camina de nuevo, no te demores. Ve rápido, no debes olvidar tú destino. Y puede que algún día te reconcilies con todo lo que se halla bajo tus pies. Entre tanto, disfruta del ensoñador desfile de ilusiones intangibles cuyo influjo te obnubila. Bebe el dulce néctar de las cálidas esperanzas que te brinda el idilio de aquellos senderos que aún no han sido recorridos. Embriágate con la tierna llama de la indeleble promesa de un nuevo amanecer, de un nuevo destino, de una nueva vida.

Sueña con las formas de las sombras que desdibujan nuestros sentimientos. Deja que te abracen los recuerdos ya olvidados en la tormenta del desolado devenir del tiempo. Añora todo aquello que se esfumó entre tus dedos antes de que pudieras llegar a amarlo, sin dejar que tal enfurecido huracán te arrastre en su impetuosa cólera. Anhela todas y cada una de las estrellas que recorren el oscuro cielo que se dilata en tu conciencia, y vuela lo necesario para poder acariciar todas y cada una de ellas. Y te lo ruego: ante todo, desoye mis palabras.


martes, 30 de octubre de 2012

Carta a un viejo conocido

Dudo seriamente que todos ustedes tengan una mínima idea sobre lo que es, lo que conlleva  la soledad. Ni siquiera yo, habiendo transitado por sus angostas y terribles sendas, podría siquiera ilustrarles, acercarles al horror más profundo y ancestral que surge enclavado en el subconsciente de todo ser vivo, al hallarse solo ante el tormentoso devenir de los segundos, minutos, días, meses, años. Solo. Ni siquiera ahora, postrado ante las sombras de los males más insospechados que puedan afligir al ser humano.

La soledad me exasperó hasta límites inimaginables durante toda mi vida; ni familia, ni amigos, ni ningún ser cercano pude tener todos estos años. Pero de todos los tormentos que sufrí, ninguno es comparable a aquel pavoroso desasosiego que me causaba el silencio. Mi inseparable compañero me consumía lentamente, marchitando mi conciencia, desconcertando mi razón. Ningún hombre puede haberse acercado lo más mínimo a la desesperación, si esta no viene de la mano del silencio.

Él me susurró terribles historias, me hizo perderme en los caminos inabarcables de las contradicciones de nuestra inmunda condición; y mecido por su vaivén, recorrí las inquietantes oscilaciones de los delirios. Pues nada, nada era peor que aquellas palabras, que tantas veces, como un soplo de viento, dejaba posarse sobre mis oídos, induciéndome al más horrible estado de exasperación que puede soportar la conciencia humana “Tu cripta está construida con las frías losas de tu desdicha, que oprimirán tu pecho mientras el ocaso de tu existir proyecta sus últimos destellos.”

Yo traté de huir de aquella enloquecedora presencia que nublaba mi alma, y en mi huida, los intentos de librarme de manera drástica de mi terrible perseguidor fueron en vano; hasta que la conocí. Tan dulce, delicada, con una belleza incomparable, me provocaba tal estado de éxtasis y encandilamiento que me hacía perder mis preciadas palabras cuando trataba de describirla, olvidando a mi terrible y celosa amiga, la soledad. Caí locamente enamorado de aquella dulce mujer, y fui felizmente correspondido, pues solo ella pudo extinguir mi soledad con la alegría, encanto y  felicidad que irradiaba.

Pero no hay mayor felicidad que la que me dio cuando compartía conmigo las suaves melodías de su viejo violín. Cada vez que hacía sonar su instrumento, el silencio huía, se escondía tras las montañas, y pude comprobar con gran júbilo que pude haberlo desterrado. ¡Había derrotado a mi feroz enemigo, la lacra de mi alma, mi condena en vida, se había esfumado!

Mi felicidad no podía ser mayor, pues mi preciada amada me había librado de todos mis angustiosos fantasmas. Había hecho que huyeran, atemorizados, ante toda la luz y paz que ella  me brindaba, y día tras día, me deleitaba con sus incomparables interpretaciones a manos de  su vetusto violín.

Bienaventurado, mis preocupaciones se esfumaron. Mi gozosa vida proseguía, y lentamente, las cosas comenzaron a cambiar. Ya no buscaba amor y paz, si no que mi encandilamiento por la música que me dedicaba se convirtió en una obsesión, para terminar pasando a necesidad. Poco tiempo había pasado, y yo, ¡pobre ingenuo!, no pude advertir a tiempo que en mi interior había vuelto a anidar la semilla de la desesperanza. Sí, necesitaba escuchar el lento resonar producido por la fricción del arco sobre las cuerdas, para acallar todo aquello que no quería oír.

No la dejaba apenas descansar, y el uso de su instrumento quedó al margen de toda iniciativa propia; todo el tiempo la forzaba a tocar mis amadas piezas. Necesitaba más, no era suficiente toda la música que me brindaba ¿No lo comprendía? ¿No era capaz de entender su arte era imprescindible? Estaba seguro de que me amaba, y que dedicaría todos sus esfuerzos a complacerme y evitar mis tormentos, por lo que no cesé en mi empeño y mis exigencias aumentaron.

Casi a todas horas le rogaba que me entregara su música, y ella, egoísta, caprichosa, ¡Desleal, insidiosa!, se negaba a entregarme todo lo que yo requería, el néctar de su música, aquello que me daba la vida. ¡Ella, a la que tanto había amado, se negaba a darme la felicidad! ¡Ya no era la radiante persona que me entregaba paz y felicidad, sino la ejecutora de mi desventura, que se complacía de mi incomparable infortunio!

¡Más ya no, ya no permitiré su atroz mofa ante mi espantosa situación! ¡Pondré fin a tal dantesca obra, enviando a los infiernos a los que pertenece tal monstruo al que un día entregué mi alma, y que hoy mismo me la devolverá!

Y aquella misma noche, cuando ella se disponía a dormir, descendí a la sala baja de la casa, donde se encontraba el violín, aquel cuyos frutos vitales para mi alma me habían sido negados. Ya allí, apresuradamente, inicié un fuego que rápidamente comenzó a engullir las estancias de la vivienda. Oía los gritos de ella, desde arriba, rogándome auxilio, ¡Qué dulce recompensa oír sus lamentos tras los incompensables agravios sufridos!

Salí de la casa, para contemplar el magnífico espectáculo del que yo mismo había sido autor. Pronto vendrían a por mí ¡Qué importaba, me había vengado con aquella singular afrenta! Mas súbitamente, me atacaron fuertes sentimientos de arrepentimiento, desdicha, pena, amargura, temor… Pero ahora, que tras huir de las autoridades, me encuentro solo ante mi conciencia, y ahora, ahora es solo un único y horrible sentimiento el que me desola.

Ha vuelto otra vez, y me aprisiona para no dejarme escapar; pero no es de ella de quien deseo escapar. Pues nada, nada era peor que aquellas palabras, que tantas veces, como un soplo de viento, dejaba posarse sobre mis oídos, induciéndome al más horrible estado de exasperación que puede soportar la conciencia humana “Tu cripta está construida con las frías losas de tu desdicha, que oprimirán tu pecho mientras el ocaso de tu existir proyecta sus últimos destellos.”


¿Ya estás despierto?

- Tu conducta habla por ti.
- Joder…
- ¿Te hace sentir mal el reconocer que tienes miedo?
- Sí, tengo miedo, cabrón, y como te pille acabaré contigo…
- No necesitas ser tan soez y agresivo para manifestar que tienes miedo. Porque lo tienes, y ello te hace sentir débil.
- ¡No es cierto!
- Claro que lo es. Si no te sintieras débil no necesitarías toda esa hostilidad que manifiestas hacia a mí.
- ¿Quién eres?
- Eso ya me lo has preguntado.
- No lo recuerdo.
- ¿Por qué haces esto? No lo entiendo muy bien…
- Eso ya es otra pregunta.
- Es cierto, pero es que no sé nada sobre ti, ni sobre esta situación en la que me encuentro.
- Espera.
- ¿Qué?
- Lo has reconocido.
- ¿El qué?
- Que no sabes nada.
- ¡Es que es así!
- ¿Y por qué has montado en cólera hace un momento?
- Bueno… He perdido los nervios, es lógico.
- Sí, es lógico hasta cierto punto.
- ¿Por qué hasta cierto punto?
- No te he intimidado, o por lo menos no deliberadamente.
- Tienes razón, me he enervado sin que tú hayas mostrado ninguna actitud hostil.
- ¿Cuál crees que ha sido el motivo?
- Tenía… Bueno, todavía tengo algo de miedo, no sé donde estoy ni qué hago aquí.
- ¡Es cierto, tienes miedo!
- Vaya… Estoy más tranquilo, pero no sé qué pensar.
- Estás más tranquilo… ¿Por qué? No ha cambiado la situación desde que te enojaste.
- Pues no, pero…
- ¿Pero… qué?
- Que me has hecho ver que me he cabreado sin motivo.
- Bien.
- Estoy confuso…
-Es evidente.
- ¿Quién eres?
- Es la tercera vez que me lo preguntas.
- Sí, soy consciente.
- Te respondo lo mismo que hace unos minutos. Soy el artífice de que estés aquí.
- ¿Para qué me has traído?
- ¿Tú qué crees?
- Parece que solo me respondes con más y más preguntas. ¿Por qué?
- ¿Tú qué crees?
- Pues no lo sé.
- No te he preguntado lo que sabes o no. Te he dicho qué crees. Es distinto creer que saber.
- Pues creo que es para confundirme. ¡Solo quieres hacer que me sienta desconcertado!
- Vale.
- Me da la sensación de que estoy perdiendo el tiempo.
- No creo que estés perdiendo tiempo alguno.
- Cada vez estoy más hecho un lío…
- ¿De verdad?
- Sí. ¿Puedo saber al menos cómo te llamas?
- ¿Para qué quieres saberlo? Mi nombre no te dirá nada de mí. Ningún nombre dice nada sobre nosotros, y sin embargo nos cuelga una etiqueta al igual que todo aquel que lo tiene. Hacen que seamos más parecidos entre nosotros de lo que realmente somos. Ciertamente, deberías haberme preguntado cómo soy.
- ¿Cómo eres?
- ¿Y tú cómo eres?
- ¿Por qué no me respondes?
- No lo haré hasta que me digas cómo eres.
- Pues bueno… No es una pregunta fácil.
- Nadie ha dicho que lo fuera.
- Maldita sea, he empezado yo preguntando, estoy harto de que solo tengas preguntas como respuestas a mis preguntas.
- Mis preguntas te llevan a la respuesta de tu propia pregunta. Si me respondes, te responderás a ti mismo.
- ¿Por qué haces… eso?
- Lamento decirte que las cosas que dices que son tan importantes, no son importantes, sino urgentes. Quieres salir de aquí rápidamente. Pero no puedes permitirte confundir lo urgente con lo importante.
- ¿Y qué es lo importante?
- Eso tienes que descubrirlo tú, no yo. Te puedo ayudar, pero solo lo puedes conseguir por ti mismo.
-¿Cómo puedo descubrir lo que es importante, y lo que no?
- Ahora mismo no andas muy cerca de averiguar la manera, lo siento.
- Vaya…
- Te noto más tranquilo.
- Lo estoy, pero tengo muchas dudas.
- Eso está muy bien.
- No, lo que estaría bien es saber que hago aquí.
- Podría mentirte y decirte una razón falsa de por qué estás aquí, y sentirías, en tu ignorancia, pensarías que está bien el saber qué haces aquí, cuando estabas más cerca de la verdad en el momento en que dudabas.
- ¿Eso significa que no debo creerte?
- Eso es decisión tuya.
- Pues la verdad es que ahora estoy empezando a dudar y no creer en lo que dices… Después de decirme que podrías estar engañándome…
- Eso es una paradoja. Dudas de mí al haberte dicho esto, y si yo te hubiera engañado y no te hubiera planteado la posibilidad de que lo estuviera haciendo, habrías creído mi mentira. Qué curioso, ¿no?
- No me he dado cuenta de ello… Si no, no te hubiera creído hasta ahora.
- ¿Me has creído hasta ahora?
- Sí.
- ¿Por qué?
- No lo sé.
- ¿Aceptas todo con la misma facilidad? ¿Nunca te planteas lo que te dicen?
- Yo creo que sí.
- Pues yo sé que no. Me lo acabas de demostrar. Te lo acabas demostrar.
- Puede que debería plantearme las cosas, no ser tan confiado…
- Eres confiado y desconfiado a la vez. Antes, al sentirte intimidado por mí sin apenas motivo, has desconfiado y te has enfurecido, y ahora te has mostrado demasiado confiado. Es absurdo. Eres absurdo.
- Pero es que me confundes y me haces sentir desconcertado…
- Yo no soy el problema. Eres tú el causante de todo ello.
- Pero es que estoy con los sentimientos a flor de piel, con el miedo, y después la confianza, y…
- No solo estás con los sentimientos a flor de piel: ellos te dominan. Y no te das cuenta.
- Ahora sí.
- Bien.
- ¿Es importante el que lo sepa?
- Claro.
- ¿Puedo seguir preguntándote para clarificar lo que es importante?
- Debes hacerlo.
- ¿Por qué estamos con sin luz alguna?
- ¿Qué necesitas ver?
- El lugar en el que estoy, tu rostro.
- No es necesario, ni mucho menos importante. No te aportaría nada, solo información innecesaria.
- Parece que solo pregunto cosas poco importantes.
- Tus preguntas son importantes, porque al ser las respuestas referidas a aspectos poco importantes, te ayudan a llegar hasta aquello que sí lo es.
- Entiendo.
- Ahora pregunto yo. ¿Por qué crees que digo que es innecesario el ver todo lo que hay a tu alrededor?
- Pues no estoy muy seguro…
- Porque solo nos dan apariencias. Las apariencias siempre nos engañan. Limitan nuestras capacidades, condicionan nuestras opiniones respecto a todo lo que nos rodea. Nos guiamos por las ellas, vivimos en un mundo donde en el que abarcan todo nuestro interés, equivocadamente. Ellas nublan todo nuestro criterio, y nos impiden ver más allá de ellas. Por eso no conocemos la auténtica belleza; las apariencias son su máscara, y valoramos esa máscara, porque detrás de ella estamos vacíos. Tú mismo has dudado y has entrado en varias contradicciones, al verte desprovisto de todo esa falsa seguridad que te aporta el estar en un lugar de siempre, con tu conducta y rutina, con tu aspecto físico frente a los demás que te rodean, en definitiva, tus apariencias. Al cambiar, te has visto débil; somos débiles porque no tenemos capacidad de adaptarnos a lo que es distinto y no conocemos, y por ello reaccionamos con confusión, desconfianza, agresividad, ira… y miedo.
- Debo admitir que tienes razón.
- ¿Quieres encender la luz?
- No.
- ¿Quieres saber cómo me llamo?
- No.
- ¿Quieres irte?
- No.
- ¿Por qué?
- Porque ya no pienso igual que hace cinco minutos.
- Más concretamente, piensas por ti mismo, aunque para ello haya tenido que convencerte yo.

Nuestra condena

Osas mirar al cielo oscuro
Y no el barro de tus zapatos
Te detienen todos los muros
Que tú mismo has edificado

Llantos de nuestra condena
Ellos remueven tu conciencia
Mas no diré “ya no temas”
¡Sé que lo deseas!



Todo fue poco

Elige otro camino
No olvides mirar atrás
Te pertenece tu destino
Tienes que avanzar

Pues caminé sin pensar
En que no estaba solo
Ahora pienso en caminar
Caminar, eso es todo