Tras todo este tiempo, todos
estos años, vuelves a mí. ¿Por qué? Esa sórdida pregunta que martillea
incansablemente mi desquiciada razón. Sí, esa desquiciada razón, cuyos pilares
ceden en su incansable lucha contra su ávido enemigo. El terror se apodera de
mí al recelar de que tan visceral e impredecible capitán me arrebate el timón,
y juntos nos hundamos en un atroz naufragio. ¡Quién lograra haberse deshecho de
ti! ¿No puedo librarme de este sórdido y destructivo influjo? ¿No me permites
transitar por un nuevo camino, dejándome encadenado en esta encrucijada tras no
poder seguir sus pasos? ¿Serás, inexorablemente, mi perpetua e incombustible
compañera?
Si la soledad es mi condena,
¿Tiene sentido la lenta agonía de una efímera ilusión? ¿Acaso es meramente
considerable la conveniencia de un engaño ingenuamente inducido como arma
definitiva ante nuestros más oscuros pensamientos? ¿Debo considerar como virtud
una subordinación de aquellos pilares más sólidamente edificados al cándido y
grato culmen de la dicha de aquello que yace ante mí? Entre tanto, mientras
todo aquello que me destruye siga acompañándome, seguiré siendo yo mismo,
porque sobre las ruinas de mis desgastados escrúpulos se ha erigido un imperio;
un imperio del desaliento, del cual soy el más incondicional defensor, y el más
incansable detractor.
Las sombras que en la penumbra
se hacen notar en momentos de incompasible desamparo no son vistas por aquellos
que cierran los ojos neciamente; pero ellas se deslizan sinuosamente y susurran
terribles sortilegios que les arrebatan el aliento y les sumergen en la
desazón. He confiado en mi propia voluntad, en la facultad de poder seguirla y
olvidar todo aquello que no desease; en elegir mi propio viaje, emprenderlo con
los ojos abiertos, y dejar atrás todo aquello a lo que no pude aferrarme.
Mas ahora regresas, y me
recuerdas que sigues ahí, que nunca me has abandonado, y que éste letargo solo
había sido una simple quimera. Y aunque jamás me libraré de ti, tú tampoco de
mí. Seguiré incansablemente todo lo que desee, y pese a tus incontroladas
arremetidas, tengo aquello que puede hacerte retroceder y huir. Si cierro los
ojos, volverás hacia mí, pero ya no te tengo miedo. Ya no puedes hacerme daño,
porque he decidido que así sea. Me perderé una y otra vez en las sendas de la
desesperanza; dormiré abrazado al desconsuelo, y vagaré a merced del
desasosiego: pero siempre sabiendo que hay algo tras el horizonte, que impulsa
y aviva mi paso por este desolador paraje. Porque después de los más ingentes y
tortuosos territorios, se extienden oasis de calma y ventura, donde el más
atormentado viajero puede hacer un alto en su camino, y tomar aire. Sí, tomar
aire una vez más.
Pues una herida ya olvidada
sigue ahí, y en mis últimos sueños ha vuelto a arder con la fuerza del pasado.
Y les digo que aquellas heridas que se alojan en nuestras instancias más
profundas jamás se llegan a cicatrizar. No deseo vendar aquello que sangra, y
ahora salpica mi entender y mi sosiego. Ella es mi compañera, y la quiero junto
a mí, porque aquello que resquebraja mis fuerzas, recompone mis ánimos, me
dirige hacia el camino que debo seguir, y sobre todo, me hace ser quien soy y
quien quiero ser. Y aunque no distinga, desde aquí, los lejanos contornos que
se confunden en la lejanía, sé que los alcanzaré sin demora alguna.