martes, 30 de octubre de 2012

Carta a un viejo conocido

Dudo seriamente que todos ustedes tengan una mínima idea sobre lo que es, lo que conlleva  la soledad. Ni siquiera yo, habiendo transitado por sus angostas y terribles sendas, podría siquiera ilustrarles, acercarles al horror más profundo y ancestral que surge enclavado en el subconsciente de todo ser vivo, al hallarse solo ante el tormentoso devenir de los segundos, minutos, días, meses, años. Solo. Ni siquiera ahora, postrado ante las sombras de los males más insospechados que puedan afligir al ser humano.

La soledad me exasperó hasta límites inimaginables durante toda mi vida; ni familia, ni amigos, ni ningún ser cercano pude tener todos estos años. Pero de todos los tormentos que sufrí, ninguno es comparable a aquel pavoroso desasosiego que me causaba el silencio. Mi inseparable compañero me consumía lentamente, marchitando mi conciencia, desconcertando mi razón. Ningún hombre puede haberse acercado lo más mínimo a la desesperación, si esta no viene de la mano del silencio.

Él me susurró terribles historias, me hizo perderme en los caminos inabarcables de las contradicciones de nuestra inmunda condición; y mecido por su vaivén, recorrí las inquietantes oscilaciones de los delirios. Pues nada, nada era peor que aquellas palabras, que tantas veces, como un soplo de viento, dejaba posarse sobre mis oídos, induciéndome al más horrible estado de exasperación que puede soportar la conciencia humana “Tu cripta está construida con las frías losas de tu desdicha, que oprimirán tu pecho mientras el ocaso de tu existir proyecta sus últimos destellos.”

Yo traté de huir de aquella enloquecedora presencia que nublaba mi alma, y en mi huida, los intentos de librarme de manera drástica de mi terrible perseguidor fueron en vano; hasta que la conocí. Tan dulce, delicada, con una belleza incomparable, me provocaba tal estado de éxtasis y encandilamiento que me hacía perder mis preciadas palabras cuando trataba de describirla, olvidando a mi terrible y celosa amiga, la soledad. Caí locamente enamorado de aquella dulce mujer, y fui felizmente correspondido, pues solo ella pudo extinguir mi soledad con la alegría, encanto y  felicidad que irradiaba.

Pero no hay mayor felicidad que la que me dio cuando compartía conmigo las suaves melodías de su viejo violín. Cada vez que hacía sonar su instrumento, el silencio huía, se escondía tras las montañas, y pude comprobar con gran júbilo que pude haberlo desterrado. ¡Había derrotado a mi feroz enemigo, la lacra de mi alma, mi condena en vida, se había esfumado!

Mi felicidad no podía ser mayor, pues mi preciada amada me había librado de todos mis angustiosos fantasmas. Había hecho que huyeran, atemorizados, ante toda la luz y paz que ella  me brindaba, y día tras día, me deleitaba con sus incomparables interpretaciones a manos de  su vetusto violín.

Bienaventurado, mis preocupaciones se esfumaron. Mi gozosa vida proseguía, y lentamente, las cosas comenzaron a cambiar. Ya no buscaba amor y paz, si no que mi encandilamiento por la música que me dedicaba se convirtió en una obsesión, para terminar pasando a necesidad. Poco tiempo había pasado, y yo, ¡pobre ingenuo!, no pude advertir a tiempo que en mi interior había vuelto a anidar la semilla de la desesperanza. Sí, necesitaba escuchar el lento resonar producido por la fricción del arco sobre las cuerdas, para acallar todo aquello que no quería oír.

No la dejaba apenas descansar, y el uso de su instrumento quedó al margen de toda iniciativa propia; todo el tiempo la forzaba a tocar mis amadas piezas. Necesitaba más, no era suficiente toda la música que me brindaba ¿No lo comprendía? ¿No era capaz de entender su arte era imprescindible? Estaba seguro de que me amaba, y que dedicaría todos sus esfuerzos a complacerme y evitar mis tormentos, por lo que no cesé en mi empeño y mis exigencias aumentaron.

Casi a todas horas le rogaba que me entregara su música, y ella, egoísta, caprichosa, ¡Desleal, insidiosa!, se negaba a entregarme todo lo que yo requería, el néctar de su música, aquello que me daba la vida. ¡Ella, a la que tanto había amado, se negaba a darme la felicidad! ¡Ya no era la radiante persona que me entregaba paz y felicidad, sino la ejecutora de mi desventura, que se complacía de mi incomparable infortunio!

¡Más ya no, ya no permitiré su atroz mofa ante mi espantosa situación! ¡Pondré fin a tal dantesca obra, enviando a los infiernos a los que pertenece tal monstruo al que un día entregué mi alma, y que hoy mismo me la devolverá!

Y aquella misma noche, cuando ella se disponía a dormir, descendí a la sala baja de la casa, donde se encontraba el violín, aquel cuyos frutos vitales para mi alma me habían sido negados. Ya allí, apresuradamente, inicié un fuego que rápidamente comenzó a engullir las estancias de la vivienda. Oía los gritos de ella, desde arriba, rogándome auxilio, ¡Qué dulce recompensa oír sus lamentos tras los incompensables agravios sufridos!

Salí de la casa, para contemplar el magnífico espectáculo del que yo mismo había sido autor. Pronto vendrían a por mí ¡Qué importaba, me había vengado con aquella singular afrenta! Mas súbitamente, me atacaron fuertes sentimientos de arrepentimiento, desdicha, pena, amargura, temor… Pero ahora, que tras huir de las autoridades, me encuentro solo ante mi conciencia, y ahora, ahora es solo un único y horrible sentimiento el que me desola.

Ha vuelto otra vez, y me aprisiona para no dejarme escapar; pero no es de ella de quien deseo escapar. Pues nada, nada era peor que aquellas palabras, que tantas veces, como un soplo de viento, dejaba posarse sobre mis oídos, induciéndome al más horrible estado de exasperación que puede soportar la conciencia humana “Tu cripta está construida con las frías losas de tu desdicha, que oprimirán tu pecho mientras el ocaso de tu existir proyecta sus últimos destellos.”


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