Una extraña historia viaja por las calles de la ciudad,
transportada entre susurros. Los hombres temerosos se resisten a escucharla,
amedrentados por la barbarie que se esconde tras ella. Había oído hablar del
monstruo que perpetraba crímenes atroces, un individuo despiadado cuya
expectación y leyenda había surgido de que nadie podía haber encontrado ni la
más mínima pista o rastro de sus fechorías; mas se sabe que la superstición y
sugestión distorsionan en gran medida la realidad.
Yo no formaba parte de aquel grupo de crédulos, y hasta el
momento aquellas terribles muertes no me quitaban el sueño. Mi hogar era seguro
y nadie podía entrar por su propia cuenta. Pero aún así, me hallaba preocupado
por la inmundicia y pestilencia en la que vivían los lugareños: tenía que
librarles de aquel tormento. Quería repartir alegría y felicidad entre todos
ellos, darles una libertad con la que nadie los había dotado.
Las clases altas, en su elitismo y avaricia despiadada,
tenían esclavizados a la mayor parte de los habitantes de la ciudad en sus
fábricas, sin apenas descanso. Muchos de ellos habían muerto con las manos
llenas de hollín, y siquiera podían permitirse honras fúnebres dignas. Yo, con
mi conocimiento, era el adecuado para librarles de todo ello, para dotarles de
una existencia completa y armoniosa.
Más en ese momento, un ruido sordo interrumpió mis
cavilaciones. Se había producido abajo, en el salón, por lo que, inquieto, me
levanté de la cama y comencé a bajar lentamente las escaleras, agachado,
escrutando qué o quién había entrado, por raro que se me pudiese antojar, en
las estancias de mi hogar. Pude darme cuenta de que, sentado en mi sillón, de
espaldas a mí, había alguien, y este hombre, con voz cortante y fría me dijo
que me acercara. Descendí lentamente por las escaleras, y me quedé absorto y
conmocionado cuando comenzó a hablarme, sin levantarse ni girarse.
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