El carruaje ya no se detiene,
pues el polvo ya envuelve a sus caballos,
que galopan mientras la ciudad duerme
en un idilio complaciente y extraño.
En su armazón de caoba acarrea
los restos de un vástago del abismo,
pues no hay cochero guiando a sus bestias;
no hay mortal que se cruce en su camino.
Lo lleva hacia la tumba proscrita
allá donde nadie ha vuelto a pisar;
el mausoleo de la cruz torcida,
donde toda maldición se ha de engendrar.
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